Y como guinda a las últimas entradas sobre autobiografías, toca hablar de uno de los libros que más me marcó en su momento:
Los detectives salvajes, del gran
Roberto Bolaño. Me gustó tanto la primera vez que le tenía miedo a esta relectura, por si me decepcionaba, pero no ha sido así.
Lo de autobiografía es un decir, la etiqueta le va estrechísima: aquí tenemos muchos personajes narrando en primera persona, historias dentro de historias, metaliteratura, viajes, humor, drama, reflexión… y también, aunque disfrazada, la vida del autor y sus amigos de juventud, los poetas infrarrealistas (en el libro "real visceralistas"). Nunca sabremos cuánto hay de verdad y cuánto de ficción en lo narrado, en una entrevista Bolaño contaba que toda su obra está llena de referencias privadas y guiños a sí mismo, lo bueno es que consiga hacérnoslo interesante a nosotros mediante su hipnotizante forma de narrar, que a mí al menos consigue hacerme interesante cualquier cosa de la que escriba.
Lo más llamativo del libro son la multitud de voces narrativas que forman la segunda parte (dos tercios) de la novela, y que como ya comenté
por aquí, Bolaño compara con el río Mississippi de
Las aventuras de Huckleberry Finn. Mediante estas voces, tan diferentes, el escritor repasa sus vivencias desde el punto de vista de los demás: amigos, novias, editores… a lo largo de veinte años (1976-1996) en los que amores surgen y se rompen, la amistad se enfría, se afrontan peligros, los sueños se van perdiendo (o sustituyendo)… la vida, en fin, de unos personajes en permanente estado de búsqueda, marcados por su pertenencia a la generación de latinoamericanos nacidos en los 50, muy politizada pero también muy poetizada: todos los personajes están envenenados por la literatura, la viven intensamente y ésta es una de las cosas que más me gustan de la novela, hasta el punto que después de leerla empecé yo mismo a leer poesía. Y a disfrutarla.