miércoles, 2 de mayo de 2007

Antología de la lírica griega arcaica

Sigo con los griegos, en este caso con sus primeros poetas conocidos: Arquíloco, Hiponacte, Safo, Anacreonte, Píndaro… hasta un total de diecinueve autores reunidos en este breve librito, en el que la introducción y las pequeñas biografías introductorias a cada autor ocupan casi la mitad del texto; no obstante, son lo menos sesudas que se puede ser en estos casos, y se leen con interés. El antólogo, Emilio Suárez de la Torre, sólo pretende un acercamiento por parte del lector al mundo arcaico, los fragmentos son breves y escogidos por su significación o importancia, ya sea por describir rituales o situaciones de la vida cotidiana, o por su propio valor poético o histórico.

En cuanto a los poemas, ya se nos advierte que en esa época su finalidad era sobre todo funcional antes que estética: apelar a los dioses, ensalzar a un atleta, satirizar a alguien… Podían interpretarse individualmente o acompañados de un coro, pero casi siempre con música, y en dos marcos especialmente: la fiesta popular o el simposio.

Esta funcionalidad no los priva de belleza, o al menos del encanto de lo muy antiguo, es sorprendente descubrir temas sobre los que se ha tratado infinitas veces a lo largo de los siglos. Pero su origen está aquí. Otra cosa que me fascina es que las inquietudes de hace veintipico siglos fueran tan similares a las de hoy en día: criticar a los gobernantes, echar un polvo, reírse de los demás…


Como pequeña muestra, os copio un ejemplo en el que Arquíloco (siglo VII a.C.) pasa en pocos versos de la brutalidad a la ternura:


¡Apártamela a los cuervos! Que eso no…

que yo, con una mujer de esa calaña,

sea en el hazmerreír de los vecinos;

con mucho a ti te prefiero,

pues tú no eres infiel ni tienes doblez,

mientras que ella es mucho más tornadiza

y a muchos hace amigos suyos;

tengo miedo de engendrar hijos ciegos y prematuros

por su afán acuciado,

tal como hacen las perras”.

Tales fueron mis razones; y tomé a la joven

y la hice echarse entre esplendorosas flores.

La cubrí con mi suave manto

mientras rodeaba su cuello con mis brazos,

agitada de temor cual cervatillo,

y puse mis manos con dulzura sobre sus pechos

[por donde] dejó ver la frescura de su piel,

encanto de su juventud,

y abrazando su hermoso cuerpo,

expulsé mi blanco vigor, al tiempo que rozaba su rubio [cabello]


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