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Con esta pieza llega a su fin la trilogía de
Comedias Bárbaras de
Valle-Inclán. Ahora me doy cuenta de que debí haber leído las tres obras seguidas para mantener fresca la tensión dramática; no obstante, un repaso previo a
Cara de plata y
Águila de blasón me ha preparado para volver a sumergirme de nuevo en el universo tremendista de las
Comedias.
Aunque leer teatro puede resultar más complicado que leer novela o poesía, en el caso de las
Comedias habría que decir que son, más que dramas, “novelas dialogadas”, difíciles de representar pero fáciles a la hora de introducirse en la historia, y sus preciosas acotaciones hacen que el lector “vea” la escenografía en su mente.
En
Romance de lobos asistimos al desenlace trágico de la historia: la aparición de
la Santa Compaña en la primera escena anuncia a Don Juan Manuel la muerte de Doña María, su mujer legítima. Esta muerte provoca en él un sentimiento de culpa que lo lleva a arrepentirse de su vida licenciosa y prepara su caída, que será el eje de la obra, junto al enfrentamiento definitivo con sus hijos: el viejo orden frente al nuevo.
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Frente a los hijos, que pelean por la herencia materna como aves de rapiña, Don Juan Manuel adquiere en su particular descenso a los infiernos una gran dignidad, que le lleva a convertirse en un mesías de los desfavorecidos, personificados en un espléndido coro de mendigos.
Valle fue precursor del teatro simbolista en España, y su obra está sujeta a variadas lecturas. A las consabidas animalizaciones de sus personajes (empezando por el título) se unen otros elementos naturales: fuego, tierra, aire, y en este caso, también el mar, el elemento de la Galicia mítica que le faltaba por abordar en las Comedias Bárbaras. Éstas y otras consideraciones técnicas están muy bien explicadas en la introducción por Ricardo Doménech, responsable de la edición.
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