De la infinidad de fenómenos que pasan en torno a mí, aíslo uno. Elijo, por ejemplo, un cenicero sobre mi mesa (el resto desaparece en la sombra).
Si esta percepción se justifica (por ejemplo, he señalado el cenicero porque debo tirar la ceniza de mi cigarrillo) todo es perfecto.
Si he elegido el cenicero por azar y no vuelvo después a advertirlo, también todo va bien.
Pero si, después de haber destacado ese fenómeno sin objeto preciso, vuelve usted a él, ahí está lo grave. ¿Por qué ha vuelto usted, si aquél carece de importancia? ¡Ah, ah!, ¿así que significa algo para usted, ya que vuelve a él? He aquí como, por el simple hecho de concentrarse sin razón alguna un segundo de más en ese fenómeno, la cosa comienza a ser diferente del resto, a cargarse de sentido…
-¡No, no! (se defiende usted), es sólo un cenicero ordinario.
-¿Ordinario? ¿Entonces por qué defenderse, si es en verdad un cenicero ordinario?
He aquí cómo un fenómeno se convierte en una obsesión…
¿Será que la realidad es, en esencia, obsesiva? Dado que nosotros construimos nuestros mundos por asociación de fenómenos, no me sorprendería que en el principio de los tiempos haya habido una asociación gratuita y repetida que fijara una dirección dentro del caos, instaurando un orden.
Hay algo en la conciencia que se convierte en trampa de ella misma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario