-Bartleby, el escribiente, de Herman Melville, que ya conocía. El personaje de Bartleby, con su “preferiría no hacerlo”, se ha convertido en un icono moderno, precursor del existencialismo y el absurdo. Es un cuento muy ameno, que se empieza con una sonrisa y se termina con una mueca de perplejidad.
-¡Adiós, Cordera! de Clarín, lo había leído en el instituto. Es muy emotivo, la lucha estéril de dos hermanos frente a los inevitables cambios que les arrebatan su paraíso infantil.
-La cigarra, de Anton Chéjov. Es el segundo cuento que leo de este autor, y los dos me han encantado, pronto me haré con más obras suyas. Critica el mundillo del arte y el afán por destacar, valiéndose de una odiosa protagonista.
-Yzur, de Leopoldo Lugones. ¿Por qué los monos no hablan? Para mezclarse con los humanos lo menos posible (demostrando así su inteligencia).
-Los dos de Thomas Mann, Tobias Mindernickel y El pequeño señor Friedemann no son de los que más he disfrutado por su estilo, pero eso sí, destilan amargura y son tristes hasta la crueldad.
-El canario, de Katherine Mansfield, resume a la perfección el tono de la antología: una mirada a la tristeza cotidiana, entrañable y con un último párrafo genial.
-La gran rubia. Dorothy Parker, con su lengua afilada de siempre, nos habla de una mujer abandonada, primero por un hombre y después por sí misma.
-Miss Zilphia Gant, de Faulkner, es quizá el cuento que más me impresionó de todos. Una historia durísima de madre posesiva e hija que no puede escapar a su herencia. Brillante.
-Un sueño realizado, de Onetti. Un cuento complejo sobre el teatro y los sueños, ficciones dentro de ficciones, en el que los personajes escenifican una extraña variante de Hamlet.
-Luvina, famoso cuento de Juan Rulfo en el que se anticipa el pueblo de Comala de Pedro Páramo, un pueblo muerto, sin esperanza y triste, claro, muy triste.